EL ESPÍRITU SANTO Y LA PRESENTACIÓN DE JESÚS EN EL TEMPLO
Lc 2,22-38
I
Aquellos
dos venerables ancianos, Simeón y Ana, amaban al Salvador; aun antes de su venida
anhelaban verle con toda la fe de sus ardientes almas, pedían al Espíritu Santo esta gracia que les
concedió, porque siempre concede sus favores a los que aman a Jesús y quieren conocerlo.
¡Qué
bondadoso es el Espíritu Santo!
Miremos
cuán fiel es en cumplir sus promesas y tengamos en él una ilimitada confianza.
Pidamos
que venga Jesús a nuestras almas, a nuestras familias, a nuestras empresas; que
venga pronto, antes de que concluyan los días de nuestra vida.
Pidamos
al divino Espíritu que nos lo muestre, que nos lo haga sentir y que le
imitemos. Sin duda que nos contestará, como a Simeón, "que le veremos" Lc 2, 26, con una luz más brillante, con
la fe que ilumina los rayos del amor, que lo pondrá en nuestros brazos, y mejor
aún en nuestras almas por la unión que con él produce la vida interior.
II
Cuando
Jesús, llevado por María y José, fue al templo de Jerusalén, el Espíritu Santo llevó
a Simeón, en cumplimiento de su divina promesa, a que lo viera.
El
Espíritu fidelísimo recompensaba así la fe y la confianza de Simeón, porque él
es la fidelidad y la bondad por esencia.
La
Santísima Virgen puso al Niño Dios en los brazos y sobre el corazón del santo anciano
colmando los anhelos de su amor.
Contemplemos
maravillados el acontecimiento, especialmente el papel que desempeña el
Espíritu de Dios y María su divina Esposa. ¡Ambos dan a Jesús sus primeros
adoradores en el templo, dentro de la nueva ley!
¿Hemos
pensado alguna vez en esto? ¡Siempre se juntan el Espíritu Santo y María para honrar
y ver honrado al Divino Padre!
María
es la primera en ofrecer al mundo la divina Víctima en favor de las almas.
¡Vayamos
nosotros también al templo! Bajo la dirección del Espíritu Santo, arrodillémonos
con grande amor y reverencia al pie del altar; ahí nos dará María a Jesús y honraremos
al Padre ofreciéndole a su propio Hijo y ofreciéndonos también, como víctimas, unidos a él, por la salvación del mundo.
III
Y
Ana la profetisa, aquella santa mujer llena del Espíritu Santo, -porque él es
quien habla por medio de los profetas- llega a la misma hora que Simeón; se
gozan, dan gracias a Dios y al Redentor que han visto. Los dos experimentaban
los dulces consuelos que sólo da el consolador por excelencia.
¿Cuál
es el porqué de tan insigne favor a esa anciana? Su amor activo.
¡Qué
hermoso ejemplo de fidelidad, de penitencia y de celo! Reconoció al Redentor;
sus ojos contemplaron a María y alabó entonces al Señor, confesó al Niño por su
verdadero Dios con el corazón abrasado de amor y habló de Él a todos los que
esperaban la redención de Israel.
¡Amemos
sin condiciones al divino Espíritu, supremo don de Dios, porque el primer don del
amor es el AMOR mismo! ¡Amemos, pues, al Amor; encendámonos en el amor de celo,
de actividad, de anhelos por conocer a Jesús y publicar su gloria!
ORACIÓN
Espíritu
Santo, te pido que con los ojos de la fe busque
a Jesús y lo encuentre.
¡Madre
mía!, concédeme que cuando llegue el momento de exclamar: "Ahora, Señor, deja morir en paz a tu siervo" Lc 2, 29,
lo contemple cara a cara en el cielo.
Amén.
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